domingo, 24 de mayo de 2015

El hombre de las 600 misas o más



En Garcinarro no hay mar, pero sí marineros. Esta es la historia de un hombre rico de nuestro pueblo que, estando ya casi en el lecho de muerte, se propuso entrar pronto en el cielo y puede que hasta en el libro Guinness de los records de haber existido. No adelantemos acontecimientos, permítanme empezar desde el principio.

Jesucristo decía que "es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de los cielos" (Mateo 19,24). No sé si esta propuesta era de un hombre o de dios; pero más bien parecía el discurso de un populista alejado del camino eclesiástico en el que nos han educado. Menos mal que hubo un papa, Gregorio I (*540-†604) —también conocido como Gregorio Magno o san Gregorio— que tuvo una revelación divina (una genial idea) por la que constataba que un hombre, llamado Justo, había pasado rápidamente del "purgatorio" a la "gloria" gracias a la celebración de 30 santas misas seguidas, en las que se pedía por su eterno descanso y el perdón de sus pecados. Así nacieron las llamadas "misas gregorianas", unas misas de difuntos que vienen a ser como un billete business para ir cómodamente al cielo. San Gregorio no dijo si en el purgatorio había sala VIP o duty free; pero eso no fue impedimento para que esa disposición papal (o divina) tuviera una enorme popularidad entre la gente que podía pagarse tantos réquiem seguidos. Los hubo quienes fueron mucho más allá de lo que el papa Gregorio había dispuesto.

Hubo una vez un hombre, natural de Garcinarro, perteneciente a una de las más insignes familias de estos lugares, que acabó embarcado en la nao san Juan Bautista, una de las naves de la armada invencible cuyo maestre se llamaba Fernando Mero. Por aquella época de finales del siglo XVI muchos españoles caían en las interminables guerras político-religiosas con las que el imperialista, Felipe II, arruinaba este país y asfixiaba a impuestos a sus mortales comunes; pero quiso el destino que nuestro paisano, llamado Juan de Peña Carrillo —que era mortal, pero no común—, no cayera herido ni muerto en batalla, sino enfermo y "ligado a una cama", cuando navegaban por 1586 frente al cabo de san Vicente. Como estaba "en su juicio y entendimiento" y era supuestamente hombre de bien —y evidentemente de bienes—, "temiéndose la muerte, que es cosa natural a toda criatura humana", hizo y otorgó testamento ante el capitán de la nao, Patricio Antolínez y varios testigos más. Ese testamento, que constaba de dos hojas manuscritas por ambas caras, se halla hoy en el Archivo General de Indias, pero también puedes verlo al final de este artículo. Al leerlo, llama la atención el empeño que puso este hidaldo en tan terrenal documento para dejar su ánima bien guarnecida de rogatorias, a las puertas del cielo.
En dicho testamento, después de ciertas disquisiciones y deseos sobre dónde y cómo sería depositado su cuerpo para su eterno descanso, Peña Carrillo ordenaba a sus testamentarios un encargo principal: que "el día de [su] fallecimiento o lo más pronto que se pueda se[le] digan seiscientas misas". Y especificaba que una de ellas fuera "cantada de réquiem, con deán [creo que pone] y su diácono, con sus responsos sobre [su] sepultura", si es que podía ser enterrado en tierra, claro está; porque siendo marinero, uno no podía estar seguro de si acabaría siendo abono para malvas o pasto para peces.

A su hermano Alonso de Peña Carrillo, que era alcalde mayor de la fortaleza de Uclés, también le mandó otras cincuenta misas rezadas con frailes de la orden de Santiago; pero estas no serían por su ánima, sino por las de sus padres y de las del purgatorio. Un acto de generosidad, sin duda.

El hombre no dejó ningún cabo suelto: "También declaro —así decía en su testamento— que tengo una chaqueta pequeña de abalorios que me costó ochenta y siete reales y un abrigo de cuello decorado que costó setenta y siete reales [...] una espada de Sahagún, un... [algo que no acierto a descifrar] de terciopelo verde, cinco camisas y cinco calzas de lienzo, [...], calzón y capa ya raída y otras menudencias. Mando se recoja porque no se pierda, y el abalorio y cuello se vendan y que se haga a bien por mi alma. Y la demás ropa, el capitán la reparta a las personas a quien comunicase con gusto, porque rueguen a dios por mi alma".

Asimismo, siendo garcinarrero, se acordó de los frailes de Mazarulleque: "mando que se den limosna de mi hacienda al monasterio de Altomira que es de [carmelitas] descalzos, diez fanegas de trigo y cinco a arrobas de vino del mejor, porque los padres del dicho monasterio rueguen a dios por mi alma".

Una vez pagadas todas las mandas del testamento, lo que quedara de sus bienes y hacienda sería para su heredero universal, su hermano Pedro.  

Dice uno de los proverbios que "el hombre propone y dios dispone, ¿o era al revés? Ya no lo sé, porque he de reconocer que me cuesta comprender la diferencia entre dios y el hombre cuando hay un dios que dice que se hizo hombre y unos hombres (los papas) que nos hablan como si fueran dios. La religión que se mueve bien en esa confusión de conceptos que a muchos nos pierde el entendimiento, maneja sin problemas la caridad y el dinero en el mismo saco de la fe. En fin, después de todo, espero que nuestro Noble paisano Juan de Peña Carrillo descanse en paz y celebro que nos legara este curioso codicilo.

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El testamento completo de Juan de Peña Carrillo

(Pincha en la foto para ampliar)



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