viernes, 25 de octubre de 2013

El hombre que leyó a Voltaire

En el país de los ciegos, un tuerto es el único hombre capaz de ver lo que otros ni siquiera pueden imaginar. De ese modo, adquiere conocimientos muy particulares del mundo que los rodea; algunos de los cuales son incompresibles para los demás convecinos, que llegan a desconfiar de él; porque ni él, ni sus convecinos saben la verdadera razón de esas diferencias en la percepción del mundo. Si, además, esos conocimientos son inconvenientes para los ciegos, y si el tuerto no se atormenta por ser diferente, ni deja de proclamar sus visiones, los ciegos empezarán a considerarlo peligrosamente loco, y una amenaza para la sociedad; hasta tal punto que el común de los ciegos puede llegar a pedir su 'neutralización'.

En medio de la miseria intelectual en la que vivía España a principios del siglo XIX, Eusebio Merino Domínguez debió de ser uno de los primeros españoles y, seguramente, el primer garcinarrero que leyó a Voltaire (*1694-†1778). Se sintió tan fascinado por el filósofo francés, que cometió la imprudencia de contar su experiencia en el lugar y en el momento equivocado; así que, no hubo más remedio que acusarlo ante el Santo Oficio y llevarlo a la cárcel por francmasón.

Eusebio había venido a Garcinarro, el pueblo natal de su padre (apellidado Merino y de Toro, de los de toda la vida) donde, además, tenía algunos parientes. Regresaba de Francia, donde se había exiliado uno o dos años antes, como otros ilustrados, cuando Fernando VII tomó la corona e instauró su régimen absolutista en 1814. Las razones de su temprana vuelta a España nos son desconocidas; si bien, tampoco había razón para temer de su pasado; pues no había destacado por nada, salvo por haber sido director de postas de Madrid durante la ocupación francesa. Era un hombre instruido, formado en la Universidad de Alcalá, a la que posiblemente accedió en 1780 con una beca del Colegio de la Inmaculada Concepción, perteneciente a dicha universidad[1]. No obstante, Eusebio no descubriría a Voltaire hasta su viaje a Francia.

En Garcinarro, con poco más de 45 años de edad, Eusebio encontró un pueblo que le debió resultar familiar y acogedor, a juzgar por la confianza manifestada en la relación con sus vecinos, tal como éstos la describen en el proceso inquisitorial, abierto contra él, en noviembre de 1816[2].
                                                                                                          
Para Voltaire, el infierno no existía, pero lo decía de una forma tan bien razonada, que era fácil convencerse: Veo sin temor aparecer la eternidad, y no puedo imaginarme que un Dios que me ha hecho nacer, que ha derramado tantos beneficios sobre mis días, me atormente para siempre después de mi muerte[3].

Eusebio, sin embargo, recurría a un recurso más bíblico, la metáfora, diciendo que "uno había pasado por el infierno, que éste era chiquito y se lo había llevado en el bolsillo".

En noviembre de 1816, José Pérez, cura de Garcinarro, acudió al tribunal de la inquisición diciendo que el sastre del pueblo, Juan Francisco Garrido, le había dicho que había oído decir a Eusebio Merino que...  De lo cual, también podría dar testimonio el sacristán León López, o el presbítero don Sebastián Barranquero, quienes decían —según Pérez uno, que "Merino era un libertino y nada timorato", y el otro, que "por qué se había de tolerar en el pueblo un libertino, hereje, mal español y afrancesado".

Pero ya lo decía Voltaire: "La sola paz perpetua que puede establecerse entre los hombres es la tolerancia"[3]; y no habiendo tolerancia... El proceso contra Merino prosiguió un mes más tarde. Fue preguntado el sastre Juan Francisco Garrido, el principal testigo nombrado por el cura, quien declaró que él no había oído a Merino cosa alguna, pero sí le había contado algo la sacristana de Garcinarro, Francisca Martínez. Lo que Juan Francisco dijo haber visto al acusado fue leer en su presencia un manuscrito titulado 'Cartas de Abelardo y Eloísa'[4], que trataba de amores y que decían que estaba prohibido por el Sto. Oficio.

A la vista de la declaración del sastre, fue llamada a declarar Francisca Martínez, que dijo que, estando presente su marido, había oído decir a Eusebio Merino que María santísima sería pecadora como las demás mujeres; que San Juan de la Cruz y Sta. Teresa iban juntos por los  caminos como un galán con su dama; que no era verdad lo que ponían los libros de las vidas de los santos, y que no había infierno... por las razones que ya han sido contadas arriba. Añadió haberle oído decir, también, que un tal Volter, a quien él había leído en Francia, probaba que Jesucristo había sido también pecador.

El sacristán León López, que había sido mentado por el cura José Pérez, también acudió a declarar para decir que él consideraba a Merino poco timorato y libertino porque "era muy libre en sus conversaciones" y le había oído "decir con mucha satisfacción que en Francia, cada uno vivía como quería, leía los libros que le acomodaba, aunque fuesen protestantes y que había leído a Voltaire con mucho gusto".   

El párroco don Sebastián Barranquero, no aguardó a ser examinado, sino que él mismo manifestó lo que sabía en una carta dirigida al señor inquisidor. En ésta contaba que "Merino se apellidaba Baquero, que era natural de Mondéjar, donde no se le conocía sino como un traidor y que por esta razón, sin duda, se había refugiado en Garcinarro, en casa de unos parientes". También expone que "había oído a Bernardo Moreno, ya difunto, que Merino era masón y que le había querido seducir para que él también lo fuese".

No estaba lejos de la verdad don Sebastián, pues Eusebio Merino Domínguez de Toro y Guevara —tal como consta en su solicitud de 1780 de una beca del Colegio de la Inmaculada Concepción— había nacido en Ambite, cerca de Modéjar, de donde era natural su madre.  

Los testigos fueron considerados personas de estimación y dignas de fe y crédito. Las declaraciones públicas y los hechos atribuidos a Eusebio Merino fueron calificados de cosas "escandalosas, impías, blasfemias y heréticas, y el sujeto sospechoso de violentar en la fe". Así, se acordó su prisión en cárceles medias y que se siga su causa hasta su acusación.

Un dulce inquisidor con el crucifijo en la mano hace arrojar al fuego por caridad, a su prójimo; y complaciéndose con el penitente de un fin tan trágico, se aplica sus bienes para consolarle, mientras el pueblo, alabando a Dios, baila alrededor de la hoguera. Decía Voltaire[3], entre muchas otras cosas.


Referencias

[1] Archivo Histórico Nacional: UNIVERSIDADES, Leg. 987, Fol.73.
[2] Archivo Histórico Nacional: INQUISICIÓN,3720,Exp.97.


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